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jueves, 13 de diciembre de 2018


EL PISHTACO

En varias zonas del Perú se narran historias acerca de seres malvado y demonios que recorren las zonas altas de Los Andes, y del peligro que entraña el caminar en solitario por estos parajes. Uno de los mitos más conocidos de esta región es el Pishtaco, palabra que deriva del quechua “pishtay”, cuyo significado el algo así como “cortar en tiras”, definición que le va muy bien ya que su principal entretenimiento es mutilar a sus víctimas.
La figura del Pishtaco es relacionada con un extranjero al q

ue se atribuyen poderes sobrenaturales, que agrede y aniquila de manera cruel a los habitantes de la sierra, sobre todo a quienes se encuentren alejados de sus semejantes. Tal es la fama que ha alcanzado, que ya se habla de él en otras regiones tales como Cuzco, Pasco o la sierra de Lima. En cuanto a sus orígenes, no hay ninguna fecha o pista de cuando apareció por primera vez, dejando aun más interrogantes acerca de su nacimiento como leyenda.
Hay quien afirma que no se alimenta de la carne de sus víctimas, sino del dolor y sufrimiento que les provoca, y lo que más se resalta en las narraciones que le describen es esta crueldad que parece no tener límites. Muchos aseguran que su aspecto, lejos de ser el de un monstruo, es el de un hombre normal con rasgos extranjeros, con ojos y pelo de color claro y complexión atlética.
El Pishtaco tiene por costumbre atacar por la espalda a sus pobres víctimas, y que una vez consumado el crimen, les extrae la grasa y las pieles, para después comerciar con ellas, un rasgo que comparte con el “sacamantecas” español.
Se dice que no hay forma de escapar de él, ni siquiera de ahuyentarlo o mantenerlo a raya, así que la única manera parece ser el no viajar en solitario por los Andes.
LA GANCHANA
La sequía había sido muy cruel. Los campos morían resecos y agrietados cubriéndose de costras escamosas blanqueada por la osamenta de vencidos animales en todos los confines sedientos. El pueblo se moría. Familias enteras amparadas por la tregua nocturna partían a otras latitudes en busca de agua y de vida.
De las pocas que quedaban en el pueblo por, no contar con esperanzas ni horizontes, había una con dos hijos hermosos y buenos: una niña pequeña, bullanguera y hacendosa con sus ocho años cargados de travesuras y sonrisas, y un niño de cuatro, inseparable compañero de su hermana. Los padres, lejos de quererlos y protegerlos, acosados por la cruel hambruna de aquellos días, veían en ellos a dos enojosos estorbos de quienes buscaban deshacerse. En muy poco tiempo había muerto el sagrado amor paternal en ellos.
Una noche, en la creencia que los niños dormían profundamente, el padre preguntó muy quedo a su mujer.
– Vamos a tostar cancha… ¿Dónde has puesto la “canala”?.
– Encima del poyo, mamá –respondieron al unísono los niños esperanzados y hambrientos antes de que la mujer hubiera podido abrir la boca.
– Ya, hijos… Duerman, duerman. Guardaremos para mañana nuestros pocos maicitos.

Y esto sucedía siempre. Los egoístas no sabían qué hacer para deshacerse de los niños que, al igual que ellos, soportaban los aguijones del hambre. Esto no debe seguir así, pensaba el padre. En una de sus cavilosas vigilias trazó un plan tan desalmado como imperdonable que se lo comunicó a su mujer que, igualmente cruel, aprobó emocionada.
Una noche que los niños dormían profundamente vencidos por el cansancio, poniéndolos en un enorme “balay” el padre los llevó muy lejos, al campo, y los abandonó a su suerte.
Cuando despertaron de su profundo sueño, se sorprendieron al encontrarse solos en aquel desconocido paraje. Acuciados por el terror se dieron cuenta del destino incierto que les esperaba. Como no sabían dónde estaban, eligieron una dirección y, tomados de la mano, decidieron caminar en busca de ayuda.
Ya habían avanzado un trecho considerable, cuando se encontraron con una encorvada anciana de tétrico aspecto que colmándoles de halagos y mimos, les invitó a vivir con ella en una sórdida caverna que le servía de guarida.
– Ustedes niños, tan tiernos y hermosos, van a vivir conmigo y no se arrepentirán. Van a ver lo felices que todos vamos a ser, ja, ja, ja.

Apremiados por el hambre, los niños esperaron con paciencia que la vieja les regalara con algún alimento. En efecto, al rato de su llegada, destapando una olla que estaba sobre la “bicharra”, les dijo:
– ¡Sírvanse estas papitas, siquiera!…

Los niños hambrientos, tomaron con premura sus papas, pero quedaron mudos y compungidos al comprobar que las tales papas no eran sino unos duros y pulidos guijarros.
-¿Por qué no comen mis papitas?… – Tronó la vieja.
-¡Son collotas, abuelita! –Respondieron los niños.
– ¿Cómo que collotas? –Gritó la mujer con su bocaza desdentada y hedionda.

Indignada cogió una piedra que, a la suave presión de sus manos sarmentosas, se abrió como si fueran auténticas papas. Haciendo esto, compartió las piedras con su hija (La vieja tenía una hija), tan odiosa como horrible. Los niños miraban famélicos e impotentes.
Llegada la noche, frotándose las manos de un desconocido contento que le hacía brillar los ojos, la tenebrosa vieja dijo a la niña:
– Hace mucho frío. Esta noche yo dormiré con tu hermanito y tú con mi hija.
– Ya, abuelita –aceptó la niña, inocentemente.

Hacia la medianoche, la niña que apenada de su suerte no había podido conciliar el sueño, escuchó un sordo quejido de su hermanito.
– ¡Ananauuuuuuu! –La vocecita se hacía escuchar muy quedo.
– ¡Abuelita!
– ¿Síiiii?…
– ¿Qué le ocurre a mi hermanito?…
– Nada, nada. Sólo le estoy sacando los piojos y las liendres de su cabecita… ¡Tú, duerme tranquila y en silencio!…

Muchas veces más se quejó el niño durante la noche. Ante las preguntas de la angustiada niña, la vieja le daba respuestas evasivas y amenazadoras.
Al amanecer, la vieja fue de puntillas a la cama que compartían la niña y la brujita, en la creencia que aquella no escuchaba, muy despacio le dijo a su hija:
– Le dices a esta intrusa que esté moviendo el perol grande y, cuando lo esté haciendo, la empujas dentro, no lo olvides…
– Ya… – Le contestó la hija.

Dadas las canallescas instrucciones a su hija, la vieja, cogiendo por los hombros a la niña, la sacudió para que despertara.
-¡Despierta haragana, despierta!…¡Ya es de día!.
-¡Bien, bien abuelita… y… ¿Mi hermano? –Preguntó la niña, fingiendo despertarse.
-Tu hermanito es muy tierno y aún duerme; ¡déjalo así, que descanse!.
-Ya, abuelita.
-Entretanto, tú, toma esta canasta y trae agua del puquial. Yo, como lo hago diariamente, buscaré algo de comer.

Abrumada por un negro presentimiento, la niña dedujo que se encontraba ante la “Achkay”, cruel y maligna bruja devoradora de niños, a la que todos conocían como la Ganchana. Con gran dolor, juzgó que su hermanito había sido degollado por la siniestra mujer ya que, en la madrugada, no lo había oído quejarse.
Cansada por los vanos esfuerzos desplegados en su intento de llenar de agua la enorme canasta, la niña retornó a la cueva.
– No se puede llenar esta canasta, abuelita –dijo.
– Lo que pasa es que eres ociosa… ¿Cómo no vas a poder traer agua en la canasta?… ¡trae acá… vas a ver!.
-¡Mientras yo vaya al puquial, tú encárgate de ayudar a mi pobre hijita!…
– Bien, abuelita.

Cuando la iracunda Ganchana hubo salido llevando el canasto, la hija, siguiendo los consejos de su madre, dijo:
-¡Chica!…¡mueve el perol!.
– No sé como hacerlo. Enséñame.

Cuando la pequeña Ganchana se puso a mover el perol para mostrarle como se hacía, la niña aprovechó el instante para empujarla dentro del enorme recipiente que hervía. En cuanto la brujita hubo caído en el perol, la niña, utilizando una gran espumadera, sacó el cuerpo de su hermanito y, envolviéndolos en un “pullo”, salió para escaparse por el escabroso camino que partía de la cueva.
Al poco rato, fatigada llegaba la Ganchana, en sus manos llevaba ¡oh prodigio!, ¡La canasta colmada de agua cristalina, cual si fuera una urna de cristal!.
Al no encontrar a nadie en derredor, la vieja golosa decidió probar el potaje que se preparaba en el perol, pero viendo que la carne estaba muy dura examinó el contenido del enorme perol dándose la sorpresa de estar comiéndose a su propia hija. Indignada y lanzando tamaños gritos, salió en busca de la niña.
Entre tanto, la niña al salir de la cueva con los restos de su hermanito había emprendido una carrera desesperada tratando de huir de la cruel “Achkay”. Ya había avanzado un trecho considerable cuando alcanzó a oír los desaforados gritos de la devoradora de niños. Desesperada siguió corriendo, cuando a la vuelta de una loma se topó con la huachwa que barbechaba diligente.
– Tía… ¡tiacitaaa! –Suplicó la niña- ¡La Ganchana ha matado a mi hermanito y ahora me está persiguiendo para hacer lo mismo conmigo… ¡Sálveme tiacita!.. ¡sálveme! –Sollozó la niña.
-¡Está bien, niña!, No te aflijas. Yo te protegeré… escóndete detrás de aquel pedrón y la “Achckay” no te encontrará,
— ¡Gracias tiacita, gracias! –Dijo la niña en tanto corría a esconderse detrás de un gran monolito que allí se levantaba.

No había pasado mucho tiempo, cuando la bruja muy agitada, preguntó.
– ¡Oye hachwa!… ¿ha pasado una chica llevando un bulto a sus espaldas?…
– ¡No, abuelita! –Respondió la huachwa, tratando de demostrar indiferencia.
-¡¡¿Qué no le has visto?!!…
– No, – repitió la huachwa – y siguió trabajando.
– ¡Entonces!… ¿Qué cosa no más ves tú, patuleca desgraciada?… ¡ladrona de granos! –gritó exaltada la Ganchana.
-¿Qué has dicho bruja mal oliente?… –la labradora cogiendo la chaquitaclla comenzó a propinar una paliza a la bruja.

Aprovechando la descomunal escaramuza, la niña prosiguió su huída a toda carrera.
En su desesperada fuga, se dio con un zorrillo que se ocupaba muy diligente en hacer forados. Le suplicó como a la huachwa y el zorrillo hizo un gran hueco donde introdujo a la niña. Cuando llegó la Ganchana, sus gritos se escuchaban a media legua.
– ¡Oye añas apestoso!… ¿Has visto a una chica con su “quipe” a las espaldas?…
– No –respondió secamente el zorrillo.
-¡Maloliente destructor de sementeras!… ¿Qué haces que no ves ni siquiera eso, en lugar de estar rascándote la panza?…

Enojado, el zorrillo le orinó en los ojos cegándola momentáneamente y cubriéndola con un olor tan fétido que se podía percibir a muchas leguas a la redonda.
El siguiente en ayudar a la niña fue el cóndor. Cariñoso y comprensivo, la cubrió con sus grandes alas. Cuando le respondió negativamente a la vieja, ésta gritando a grandes voces, le dijo:
-¡Arrastrado carnicero, pico de cacho, patas de leña!… ¿Qué haces parado como un poste, tremendo manganzón?… ¿Qué haces que no ves nada?…, ¡¡Ratero!!

De dos certeros picotazos, el iracundo cóndor le sacó los dos ojos a la bruja; pero ésta, a tientas, cogiendo dos guijarros y poniéndolos a sus órbitas vacías, gritaba…
– ¡Cuticamuy ñahui!… ¡Cuticamuy ñahui! (¡Vuélvete ojos!, ¡Vuélvete ojos!), y efectivamente, la bruja recobró la vista.

Mientras tanto, agitadísima, la niña llegó a una cumbre y casi sin aliento, se hincó de rodillas y comenzó a pedir.
-¡Dios mío, sálvame ¡… ¡La Ganchana me persigue y quiere matarme…!!!.
Ni bien había terminado de hablar, vio que desde lo alto descendía una hermosa jaula de oro a la que trepó en cuanto la tuvo a su alcance. Teniendo a su hermanito en brazos arrullada por una música misteriosa y celestial, ascendió a los cielos con gran contento.
Con la visibilidad recobrada y con sus negras polleras al aire, como envenenando el ambiente con una pestilencia insoportable, la bruja llegó a la misma cumbre donde comenzó a gritar descomedidamente como una condenada para que le enviaran urgentemente otra cadena y su jaula de oro. El señor en lugar de la jaula de oro, le hizo llegar una vieja y tosca soga. La bruja maldiciendo la odiosa discriminación, se ató la cuerda a la cintura y ordenó que la subieran. Así ocurrió. Entre bruscos tirones, fue ascendiendo. Ya había pasado las nubes, cuando alcanzó a oír un ruido peculiar del ratón al comer sus alimentos.
– ¡Cuidado, cuidado “ucush”!… ¿creo que te estás comiendo mi cadena de oro?… – gritaba la vieja
– No, sólo estoy comiendo mi canchita –respondió el ratón.

Después de un buen rato, la vieja volvió a escuchar el mismo ruido y enojada tronó:
-¡Cuidado no más desgraciado “ucush”!. ¡Te conozco!

Más tarde, de nuevo.
-¡Maldito “ucush”!… ¡tus dientes te voy “apachurrar”!

La soga se había adelgazado tanto que finalmente se rompió estrepitosamente. Al caer, la vieja gritaba frenéticamente.
-¡Sobre la “pachpa” nomás¡… !Sobre la “pachpa” nomáaaaas!

Y sobre la hierba, como lo pedía, cayó la bruja haciéndose pedazos. Su sangre que saltó a muchos kilómetros a la redonda, se convirtió en espinas. Desde aquella vez, sobre las pampas serranas abunda el “ucushcasha”, que es la espina de ratón.
En cambio, cuando la niña llegó al cielo, fue recibida con muy buena disposición por la Virgen Santísima que cariñosamente le hizo entrega de un hermoso cofre para que en él guardara los despojos de su hermanito hasta el momento en que el Señor le diera el soplo divino que le devuelva la vida. Este cofre, no debería ser abierto por ningún motivo. La niña, no obstante la gran alegría que le deparaba estar en los cielos, extrañaba en demasía a su hermanito. Un día, desobedeciendo las órdenes de la Virgen, abrió el cofre para verlo y, al momento, su hermanito se convirtió en un perrito lanudo.
Desde entonces, cuando se mira con mucho detenimiento a la luna llena, muy claramente se puede distinguir a la niña tejiendo y, al lado de ella, al perrito lanudo.
Miren con detenimiento la luna llena y la verán.

EL MUKI

Casi por generaciones ha pasado por nosotros la historia sobre el duende que se lleva a los niños que no están bautizados. A tal punto que uno de los consejos que les dan a las madres con bebés recién nacidos es: bautízalo.
Según la mitología de los Andes, un duende es conocido como “Muki”, el cual se caracteriza por ser minero, la palabra Muki resulta de la castellanización del vocablo quechua murik, que significa "el que asfixia" o muriska "el que es asfixiado".
Todo esto, por el temor a que el duende se lo lleve ¿a dónde? Es aquí donde fluctúan muchas hipótesis y afirmaciones de personas que aseguran que esta historia es verídica.
Según cuentan, los duendes o mukis son de estatura pequeña, no excede los cincuenta centímetros, perteneciendo, estos seres, a la categoría de los enanos.

Según antiguos relatos, los niños que no son bautizados, son raptados por los duendes, los cuales se esconden en las higueras o platanales, para que se conviertan en uno de ellos. 
LEYENDA.
Era un día del mes de agosto cuando la luna estaba llena un minero se fue a trabajar en una mina cerca de Pucayacomanejando máquinas pesadas. Él tenía un hijo llamado Eustaquio de nueve años que se encargaba de llevarle el almuerzo todos los días a pesar de su pobreza. Un día Eustaquio salió de su casa llevando el almuerzo de su papa a las once de la mañana aún no llegaba con el almuerzo, ya era la una de la tarde y su papa muy preocupado y con mucha hambre se fue a buscarlo y cuando estaba pasando una curva vio a su hijo jugando con otro niño con piedritas, pero mientras más se acercaba se dio cuenta que esas piedritas eran pepitas de oro y que el otro niño era nada más y nada menos que un muki al darse cuenta el señor agarro su correa y ató al muki y lo encerró en un baúl y a cambio de su libertad el muki le dio un baúl de oro y los padres de Eustaquio salieron de la pobreza.

LEYENDA DE LOS TRES TOROS

El gran hundimiento que se nota al costado derecho de la bajada de Santa Rosa, en el Cerro de Pasco, era un enorme cerro del mismo nombre, que tenía como particularidad estar cubierto de abundante pasto que se extendía hasta los cerros aledaños.
Este campo era la ambición de los pastores de ganados de la región, en especial los del pueblo de Pasco, que en la época de sequía o de continuas heladas tenían que emigrar a otros lugares, arreando sus rebaños, en busca de mejores pastos. Pero quienes pretendían cruzar los límites del cerro Santa Rosa se atemorizaban por el riesgo de perder la vida ante la feroz embestida de tres enormes toros de filudas astas; uno de color rojo anaranjado, otro de blanco nieve y un tercero negro carbón. Cual centinelas alertas salían los tres toros a merodear por las faldas del cerro en espera de todo ser humano o animal que se aproximara, los que eran despedazados y después consumidos por las aves de rapiña, quedando sólo osamentas en el campo.
La noticia se había  propalado por comarcas vecinas. La misteriosa existencia de estos animales, era una continua amenaza para los que caminaban por dicho lugar y para los pastores que se aproximaban a sus inmediaciones. Crecía al mismo tiempo la codicia por al posesión del indicado cerro, que los toros vigilaban, porque el pasto de Santa Rosa podía remediar la situación penosa de los rebaños en las épocas de sequía.
Estas circunstancias hicieron que los principales de los pueblos de la región se dieran cita y acordaran hacer el “chaku” (cacería) de los toros. En efecto, al amanecer del día convenido se alistaron treinta jóvenes de a caballo, armados de lanzas y lazos, capitaneados por hombres de experiencia, y otros treinta peones provistos de hondas y garrotes, seguidos también de muchos perros. Todos se encaminaron al cerro Santa Rosa, guiándose por otros que iban llevando trompetas hechas de cuerno de vaca y tambores. El sol era quemante, eran los meses de verano. Por fin, después de una fatigosa caminata, pudieron llegar a un pequeño cerro de donde se podía divisar a distancia, como puntos, a los tres toros y por las cimas revoloteaban cóndores oteando alguna presa. Se acordó hacer el alto con el fin de que los caballos tomasen un poco de pasto, sacando también los jóvenes jinetes y los de a pie su “chuspa” (bolso de lana tejida) un poco de coca para “chakchar”, así como el tabaco que portaban en taleguitas para envolverlo en pancas de maíz y fumarlo, libando a la vez la tradicional “chakta” (aguardiente de caña), que algunos llevaban en sus cuernos de vaca.
Después de algún tiempo de reposo y llenos los carrillos de “pikchu” (bolo de coca), se pusieron a embozalar a los caballos y, prosiguieron la caminata a paso ligero, siendo divisados a una distancia de tres millas por los tres animales. Los toros levantaron la cabeza y enroscaron los rabos sobre las ancas, en señal de rabia, para acometer en seguida; pero el sonar de las trompetas, tambores y clarines, el ladrido y la embestida de los perros y los impactos de los hondazos lanzados por los de a pie, pusieron en fuga a los toros, que en desesperada carrera subían el cerro. En ese momento cargaron los de a caballo con las lanzas listas para infligirles heridas mortales. Jadeantes ascendían los caballos tras los toros. Cuando éstos ya habían llegado a la cima volvieron a huir los cornúpetas de la presencia de los lanceros. Pero al llegar a unos peñascos, el de color rojo apartándose de los otros dos, se había introducido a una cueva, llegando también a los pocos instantes sus perseguidores. Estos se situaron a los costados de la entrada y otros entraron a provocar la salida y esperaron al toro, que no fue encontrado. La cueva estaba vacía y al penetrar en ella sólo vieron un polvillo rojo con chispitas brillantes que se veían a la luz del sol, notándose también un olor asfixiante y apestoso a metal. Salieron de allí los hombres con una tosesita seca de tísicos.
Los peatones, que subían fatigados, vieron de pronto que por otra falda del cerro corrían velozmente dos de los toros perseguidos y, creyendo que había sido cogido el rojo, aceleraron la subida, encontrándose a poca distancia con sus compañeros, por quienes fueron informados de la extraña desaparición del animal. Prosiguieron en la persecución de los toros, que habían llegado a la laguna de Patarcocha. Estos toros volvieron a emprender veloz carrera hasta llegar a la laguna de Quiulacocha donde se separaron el uno del otro. El negro se dirigió hacia Goyllar y el blanco hacia Colquijirca, tomando la dirección de la laguna de Yanamate. En persecución del toro blanco fueron una parte de los de a caballo y peatones, alejándose más y más el animal, que a la distancia se veía como un punto blanco. Principiando la bajada hacia Colquijirca, se había desencadenado una tempestad de rayos y granizos, cubriéndose la pampa de nubecillas blancas que impedían ver al animal. Fue entonces cuando Quilco (Gregorio), el mayor de los hombres que perseguía a los toros, dirigiéndose a su compañero Lauli (Laurencio), le dijo: Mala seña. El “pachap suyo” (nubes de tierra) se ha interpuesto. Todo está perdido y no nos queda sino ir rastreando por la “chiura” (fangal) los pasos del toro. En efecto, en medio de la niebla, atinaban a seguir los rastros que los perros husmeaban, llegando por fin a una lagunita donde desaparecían las huellas, notándose cerca del borde turbia el agua, como si alguien hubiera removido el lodo hacia el fondo.



Algo semejante sucedía con los hombres del otro grupo, pues cuando llegaron a la actual población de Goyllar, en cuya dirección se encaminaba el toro negro, fueron sorprendidos por vientos huracanados que hacían caer las piedras de los cerros, apareciendo igualmente una densa humareda negra que se levantaba como un incendio, por lo que atemorizados por esos extraños fenómenos tuvieron que volver en precipitada fuga.
Al día siguiente, todos los indios que intervinieron en el “chaco” se habían buscado para contarse lo que sucedió. Acordaron en la reunión volver al cerro Santa Rosa para ver si habían vuelto los toros huidos; pero, cuando llegaron a los hermosos pastales ya no fueron hallados ninguno de los tres toros.
Desde el día siguiente, los indios echaron sus rebaños de carneros, llamas, y otros animales al cerro de Santa Rosa. Empezaron también los pastores a construir sus chozas, poblándose así la región.
Transcurridos algunos años, fueron descubiertas las grandes vetas de oro y cobre en el Cerro Santa Rosa, las de plata en Colquijirca y el carbón de piedra en Goyllar. Los tres toros, eran el ánima de estos fabulosos yacimientos.

jueves, 15 de noviembre de 2018

LA CUEVA DE LAS CALAVERAS 

(Leyenda)


Aproximadamente a dos leguas del asiento minero de Atacocha, a la vera del camino de herradura que lo une al Cerro de Pasco, puede verse una caverna de regulares dimensiones que lleva el lóbrego nombre de: “La cueva de las calaveras”. Para explicar su origen, el pueblo ha mantenido -generación tras generación- el relato que hiciera un sirviente negro, testigo único de un espeluznante fratricidio de tres hermanos
Estos tres jóvenes hermanos –cada uno peor que el otro-  eran hijos del más poderoso y diligente minero cerreño del siglo XVIII, don Martín Retuerto. Sus inmensas propiedades habían crecido tanto que bien podía decirse que era el dueño de la Ciudad Real de Minas. Sin embargo, los frutos que le prodigara la fortuna no estaban parejos con los que la naturaleza le había deparado. Cada uno de sus hijos y los tres juntos eran la encarnación de todos los vicios aposentados en esta nivosa comarca. Lujuriosos, bebedores, tahúres, mentirosos, tramposos, cínicos…
La pertinacia de un trabajo agotador que le hacía pasar horas enteras dentro de los socavones, mató al viejo Retuerto. Un día fue encontrado exánime sobre los metales que había acumulado. Sus ojos abiertos en una terrible interrogante de la nada, resaltaban en su rostro cianótico y barbado. Nadie le lloró. Es más, los tres malandrines dispusieron que fuera inmediatamente sepultado en el campo santo  de Yanacancha. Los rivales del viejo difunto ¡Cuándo no! se apresuraron a ofrecer reluciente monedas contantes y sonantes por las pertenencias mineras. Ni cortos ni perezosos los tres “deudos” pignoraron yacimientos, ingenios, lumbreras, malacates, herramientas, mulas, avíos, etc. a “precio huevo”, ante la admiración general. Total, los “herederos” estaban felices de haberse desligado del rigor paternal que los hacía inmensamente ricos.
Como es fácil suponer los dineros de la venta no duraron mucho. Pronto se esfumaron en sedas, afeites y joyas con las que emperifollaron a sus “queridas” en báquicas reuniones regadas de chatos de manzanilla, jerez español, coñac, champañas y vinos franceses con los que celebraron a sus amigotes; en las escabrosas sesiones de depravación con las más afamadas hetairas de aquello tiempos y, sobre todo, en los verdes tapetes de los garitos cerreños en los que, sin retirarse de sesiones de días enteros, alternaban en rocambor, trecillo, veintiuno, briscán, criba, cu-cú, imperial, mus, monte, siete y medio, póker, tute, etc. Siendo expertos en oros, copas, espadas y bastos, encontraron a más diestros que ellos. La experiencia la pagaron muy caro. En poco tiempo, como es de suponer, quedaron con los fondos esquilmados.
Así las cosas, en la idea de que un matrimonio ventajoso los sacaría de la ruina final, partieron a la muy noble Ciudad de los Caballeros del León de Huánuco y, una mañana, muy de madrugada, el pueblo los vio salir en compañía de su único y fiel criado negro.
Cuando los viajeros se hallaban muy cerca de donde más tarde sería Atacocha, fueron sorprendidos por una fuerte ventisca que los hizo cobijarse en una caverna que hallaron a mano.
Ya dentro, con el criado cuidando de sus cabalgaduras a la puerta, decidieron echar una mano de dados en tanto la tempestad amainara. En vano. La nieve siguió cayendo toda la tarde. Cerrada la noche encendieron dos viejas lámparas mineras que las colgaron de las paredes del antro; extendieron una frazada sobre la rocosa superficie y, en este improvisado tapete, apuraron los vaivenes de un lance.
Las horas transcurrieron implacablemente silenciosas, pero cargadas de una tensión cada vez más sombría y amenazadora.
Codiciosos y taimados “timberos”, se enfrascaron vehementes en el torbellino del juego. Las bolsas con sus contenido argentífero cambiaba de dueño a medida que la blancura cubría los campos; los dados, en sus caprichosas variantes numéricas fueron señalando alternativamente la suerte de los jugadores.
Clareando ya el día, el mayor había logrado adueñarse de las bolsas de sus hermanos que al no tener más que apostar, pusieron sus relucientes puñales sobre el improvisado tapete. Era lo único que les quedaba. En el postrero y definitivo lance, nuevamente la suerte sonrió al mayor. Fue lo último que logró en el juego. Cuando estuvo a punto de coger sus ganancias, los menores lo atacaron a puñaladas. Con los ojos enormemente abiertos por la sorpresa del ataque; la boca torcida en un truncado grito de protesta, cayó desangrándose inconteniblemente.
Dueños ya del codiciado pozo, comenzaron el reparto; pero avarientos, ansiosos de poseer cada cual todo el caudal jugado, se enfrascaron en una agria discusión que desencadenó una brutal reyerta. Con los puñales en ristre, ciegos de codicia y obnubilados de ira, fueron tasajeándose uno al otro, hasta que, exangües y agotados, ambos cayeron definitivamente abatidos. Los tres murieron cosidos a puñaladas.
Mucho tiempo después, los cadáveres fueron encontrados por la gente piadosa del lugar y los enterraron en la misma caverna. Transcurridos los años y ante la negra leyenda que decía que en las noches vagaban gimientes los esqueletos de los hermanos, los lugareños separaron las calaveras de los cuerpos y las colocaron en unos agujeros de la pared, a manera de hornacinas, en donde hasta ahora se hallan. A partir de entonces, los que se atreven a transitar por aquellos andurriales, aseguran que se oyen desgarradores gritos, maldiciones y execraciones. A la medianoche aparecen tres espectros condenados que lloran inconsolablemente.
La confesión hecha por el criado en su lecho de muerte, ha permitido que el pueblo llegue a conocer este espeluznante suceso. Ahora ya nadie transita por aquel lugar maldito.

EL CONDENADO 

(Cuento popular)


Una muchacha estaba muy enamorada. Ella y el muchacho habían jurado "morir juntos". Pero los padres de los jóvenes se opusieron a su unión. Éstos, porque se amaban con pasión, se fueron a vivir a una cueva. Desde allí, el joven iba a robar alimentos a la casa de su mamá. Entonces, su hermano lo había sorprendido y, confundiéndole con algún ladrón, cercenó su cuello con un hacha. Sólo su alma llegó donde la muchacha, como que nada hubiera pasado. El muchacho se estiró al lado de ella. Entonces el perrillo de la joven empezó a lamer al cuello de él, porque estaba ensangrentado. Ella ni se dio cuenta. El joven le había dicho: "Mi hermano se ha muerto. Mañana lo enterrarán. Después de hacerle su lavatorio [ritual del lavado de ropas] nos iremos". Al día siguiente retornó diciendo que iba a sepultar a su hermano. Como la casa de los padres del joven no estaba muy lejos, la muchacha observaba lo que pasaba allí. La casa estaba con mucha gente. Su prometido atendía muy comedido a las visitas. Pero por la tarde, como si estuviera vivo regresaba trayendo alguna comida. El día del entierro, terminando de abrir la fosa, introdujeron al ataúd en ella. Entonces su enamorado se metió dentro de la sepultura, y salió cuando terminaron de cubrirla. Entonces la muchacha se asustó y se interrogó: "¿Qué está sucediendo?". Así dicen que ya llegó el quinto día [día del ritual del lavado de ropa]. Él se fue nuevamente. Cuando la muchacha observó, el muchacho estaba ayudando en los quehaceres: servía comida a las visitas. Después de los rituales del quinto día, el joven regresó por la tarde, siempre trayendo alguna cosa. Él dijo: "Ahora nos iremos" y alistó sus cosas, luego emprendieron la marcha. La muchacha iba delante, su perrillo iba en medio, él iba detrás. Cuando ya iban muy lejos, una mujer que pastaba sus ovejas dijo a la muchacha: "Oye joven, ¿Estás loca o qué? Te estás haciendo llevar con un alma". Al oír a la pastora, la joven recién miró hacia atrás, entonces vio que un alma venía con su mortaja. En ese mismo instante la muchacha cobró juicio. Los perros también empezaron a aullar lastimeramente. La muchacha continuó pero iba aterrorizada. En el trayecto, ella vio una casa, a cuya dueña suplicó llorando: "Por favor escóndeme". La mujer la escondió debajo de una tarima. Aún así, el alma, jalándola por la mano, se la llevó. Así llegaron a un inmenso corral. Allí, vio que dos mujeres agarraban flores. La mujer del lado derecho dio a la muchacha un peine, un espejo y un jabón. "Cuando el condenado se esté aproximando, arrojarás el peine al suelo. Cuando nuevamente se aproxime arrojarás el espejo, luego el jabón. El peine será un cerco de espinos, el espejo será un lago, y el jabón será un suelo resbaladizo". La muchacha hizo como le indicó la mujer, pero, aún así, la alcanzó y la agarró de la mano y se la llevó. Así llegaron a un lugar donde había una inmensa hoguera a la que el alma arrastró a la muchacha, cuando estuvo a punto de ser abrazada por el fuego, su perrillo, de su pollera, la jaló hacia atrás. Así, el alma sola penetró al fuego. En esa inmensa hoguera dice mucha gente muerta están ardiendo. La muchacha regresó llorando. 

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